viernes, 22 de abril de 2011

Parte 3: Encuentros oníricos

Las manos le sudaban en excitación. La conversación en la mesa era alegre de una manera tétrica. Nadie parecía hablar con nadie, y las cebezas adornadas con elaborados rizos o elegantes galeras giraban frenéticamente hacia los costados como asegurándose de que los acompañantes en los flancos rieran también con el horror escapándoles de los ojos. Sin embargo, había charla, o al menos la gente estaba hablando. Inclusive hablándole a ella, que no escuchaba porque tenía la vista fija en el vidrio de la mesa, donde veía el reflejo de la inexistente Chica de Rojo que se revolcaba por el techo pidiéndole ayuda. Pensaba en qué hacer, cómo disimular que la chica estaba allí. A su lado el rosal ardía en llamas como si hubiese estado ahí por más de tres segundos, generando un agradable e irreal contraste con los grises y blancos del elegante living. Ella se percató de que la imposibilidad de una planta así creciendo en medio de la sala tan rápidamente se salvaba por el hecho de que ésta no salía de entre medio de las baldosas, sino que flotaba a escasos milímetros del suelo. Sonrió ante la trampa óptica y, arrepintiéndose dolorosamente por su comportamiento miró hacia su falda, donde sus manos estrujaban la servilleta. Algo le había venido a la mente, y la dicha de haber resuelto la situación se veía opacada por la tristeza de saber esa como la única opción. Preguntó en un susurro (que en otro lugar, por cierto hubiese sido inaudible entre la algarabía) si la mujer sufría de esquizofrenia. Las alegres afirmativas de las damas a su alrededor se superpusieron de manera alta y clara. Los dos caballeros al otro lado de la mesita de té se limitaron a asentir y acomodarse el bigote. Ella vio detrás de ellos las tazas revoloteando en rápido vuelo alrededor del carrito de servicio, entrechocándose y rompiéndose. Sintió una tristeza enorme viendo cómo las damas continuaban hablando y acomodaban sus exhuberantes vestidos, sin dar cuenta aparente de la situación de las tazas. Ellas no podían ver nada de eso, lo sabía, pero aún así le costaba creerlo. Tenía que recordárselo cada vez que aparecían, y en el mismo instante en que el alivio del razonamiento lograba tranquilizarla, la invadía la comprensión de que nadie debía notar su extraña conducta. Nadie debía advertir sus rápidas miradas hacia remotos rincones ni hacia invisibles sucesos sobre el hombro de algún ministro.
El mayordomo se acercó ágil a dejar un plato lleno de pastelitos, y ella rogó con culpa que taparan el reflejo de la Chica de Rojo, que seguía agonizando en singulares contorsiones. Cuando las cartas de poker comenzaron a caer sobre el rosal y a incendiarse también, ella comprendió algo más, pero esta vez rogó que no fuera cierto. El violín no dejaba de sonar, ella misma lo había preparado allí. Apartó con violencia el plato de pastelitos, que se rompió en el piso. Miró cómo la Chica de Rojo se apartaba un muy conocido mechón castaño de la cara y reconoció con desesperación esa sonrisa como la suya propia. Ahora todos sabrían que lo había resuelto. Sabrían que ella sabía. Apartó la vista de su ser atrapado en el techo pero en el cristal, y levantó los ojos. Todos la miraban quietos y en el terrible silencio de dejarle comprender su destino a quien se ha delatado.