Despertó, por decirlo de alguna manera.
Había tenido tiempo de acostumbrarse a su condición, entre cuyas delicias se encontraba el curioso entresueño que en otras épocas habría sabido categorizar como "desesperante". Adoptar las particularidades de su, si se quiere, enfermedad como la única manera en que sabía llevar su existencia le había enseñado, si no la cura, un modo de resignación a la realidad que le ofrecía una sana (o preferible) indiferencia en lugar de las dolorosas cavilaciones y razonamientos de quien trata de explicar los ensueños con los limitadísimos recursos que el mundo "despierto" ofrece; mejor explicado, inclusive, no es que se trate de objetos conceptualmente insuficientes para simbolizar otros, si no que el primer y el segundo conjunto de objetos son de naturaleza absolutamente diferente e incomparable. Ese tipo de elementos ya no le servían dado que, sabía muy bien, significaban en sí mismos una demostración de la horrible sublevación del hombre a su realidad. Esa idea la había obsesionado por un largo tiempo de su vida. Pensaba que la humanidad era tan delicada en su primal miedo a la libertad que necesitaba establecer sus propios márgenes tan estrechamente como le fuera posible. Y no pensaba solamente en la creación de un dios o de un sistema económico, sino más bien en la creación del mundo físico. Habíase reído al menos por dentro al imaginarse la reacción de algunos conocidos si la hubiesen escuchado cuestionando al capitalismo o hablando de metafísica (actividades que ella misma reconocía, más bien en broma, como "propia de hippies"). Pero siempre había encontrado este tipo de conversaciones poco serias o al menos improductivas para ella misma, porque, creía, nadie discutiría con el fin de explicarse algo. Tampoco era su fin, ciertamente. Sabía que como mucho lograría tan sólo intentar explicarse algo. Pero siempre que había tratado de discutirlo se retomaba el tema de la representación física de la materia onírica, cosa que, como ya se ha dicho, era para ella un terrible error, un erradísimo intento de encontrar un objeto correspondiente a una idea. Era, por cierto, una actividad ofuscantemente terca querer convertir a la materialidad algo que encuentra su encanto en lo etéreo. Pero que no se malinterprete: representar una idea en la creación de un objeto es, desde luego, una ocupación que pensaba intrínseca en el humano. Lo que ella desdeñaba era la casi necesidad de tratar de transformar la idea misma en materia. Era una paradoja que le resultaba estúpida y la asqueaba de la esclavitud de la humanidad, o más bien de sus deseos de esclavitud.
On the razor's edge...
"La culpabilité d'un écrivain qui roule sur la pente du néant et se méprise lui-même avec des cris joyeux..."
sábado, 16 de junio de 2018
viernes, 22 de abril de 2011
Parte 3: Encuentros oníricos
Las manos le sudaban en excitación. La conversación en la mesa era alegre de una manera tétrica. Nadie parecía hablar con nadie, y las cebezas adornadas con elaborados rizos o elegantes galeras giraban frenéticamente hacia los costados como asegurándose de que los acompañantes en los flancos rieran también con el horror escapándoles de los ojos. Sin embargo, había charla, o al menos la gente estaba hablando. Inclusive hablándole a ella, que no escuchaba porque tenía la vista fija en el vidrio de la mesa, donde veía el reflejo de la inexistente Chica de Rojo que se revolcaba por el techo pidiéndole ayuda. Pensaba en qué hacer, cómo disimular que la chica estaba allí. A su lado el rosal ardía en llamas como si hubiese estado ahí por más de tres segundos, generando un agradable e irreal contraste con los grises y blancos del elegante living. Ella se percató de que la imposibilidad de una planta así creciendo en medio de la sala tan rápidamente se salvaba por el hecho de que ésta no salía de entre medio de las baldosas, sino que flotaba a escasos milímetros del suelo. Sonrió ante la trampa óptica y, arrepintiéndose dolorosamente por su comportamiento miró hacia su falda, donde sus manos estrujaban la servilleta. Algo le había venido a la mente, y la dicha de haber resuelto la situación se veía opacada por la tristeza de saber esa como la única opción. Preguntó en un susurro (que en otro lugar, por cierto hubiese sido inaudible entre la algarabía) si la mujer sufría de esquizofrenia. Las alegres afirmativas de las damas a su alrededor se superpusieron de manera alta y clara. Los dos caballeros al otro lado de la mesita de té se limitaron a asentir y acomodarse el bigote. Ella vio detrás de ellos las tazas revoloteando en rápido vuelo alrededor del carrito de servicio, entrechocándose y rompiéndose. Sintió una tristeza enorme viendo cómo las damas continuaban hablando y acomodaban sus exhuberantes vestidos, sin dar cuenta aparente de la situación de las tazas. Ellas no podían ver nada de eso, lo sabía, pero aún así le costaba creerlo. Tenía que recordárselo cada vez que aparecían, y en el mismo instante en que el alivio del razonamiento lograba tranquilizarla, la invadía la comprensión de que nadie debía notar su extraña conducta. Nadie debía advertir sus rápidas miradas hacia remotos rincones ni hacia invisibles sucesos sobre el hombro de algún ministro.
El mayordomo se acercó ágil a dejar un plato lleno de pastelitos, y ella rogó con culpa que taparan el reflejo de la Chica de Rojo, que seguía agonizando en singulares contorsiones. Cuando las cartas de poker comenzaron a caer sobre el rosal y a incendiarse también, ella comprendió algo más, pero esta vez rogó que no fuera cierto. El violín no dejaba de sonar, ella misma lo había preparado allí. Apartó con violencia el plato de pastelitos, que se rompió en el piso. Miró cómo la Chica de Rojo se apartaba un muy conocido mechón castaño de la cara y reconoció con desesperación esa sonrisa como la suya propia. Ahora todos sabrían que lo había resuelto. Sabrían que ella sabía. Apartó la vista de su ser atrapado en el techo pero en el cristal, y levantó los ojos. Todos la miraban quietos y en el terrible silencio de dejarle comprender su destino a quien se ha delatado.
El mayordomo se acercó ágil a dejar un plato lleno de pastelitos, y ella rogó con culpa que taparan el reflejo de la Chica de Rojo, que seguía agonizando en singulares contorsiones. Cuando las cartas de poker comenzaron a caer sobre el rosal y a incendiarse también, ella comprendió algo más, pero esta vez rogó que no fuera cierto. El violín no dejaba de sonar, ella misma lo había preparado allí. Apartó con violencia el plato de pastelitos, que se rompió en el piso. Miró cómo la Chica de Rojo se apartaba un muy conocido mechón castaño de la cara y reconoció con desesperación esa sonrisa como la suya propia. Ahora todos sabrían que lo había resuelto. Sabrían que ella sabía. Apartó la vista de su ser atrapado en el techo pero en el cristal, y levantó los ojos. Todos la miraban quietos y en el terrible silencio de dejarle comprender su destino a quien se ha delatado.
martes, 24 de agosto de 2010
Parte 2: Delirios lectores
There on the edge of Earth I thought you standing still;
Eyes looking up but yet not far beyond the hill
That sky makes with water, and the dragons all above
That God made with sulphur and the wings of a black dove.
Then gave them their six names and a shackle ‘round their neck
To guard every land where human ships must someday wreck.
I knew that you hated them, and though you were alone
Don’t they roar their fire at you, but just turn themselves to bone.
Then turned round and saw her once more standing there:
Her hair still on fire, her reflection still not her...
She points to the angel, dead, yet fighting in your fist,
Then all birds took off and bled their eyes right trough the mist;
Poets cut off their hands, but yet you still may think
You saw yourself drawing to them some new ones with blue ink.
Tales of ice being a killer always been a lie:
Flowers don’t rise up in winter because they just want to die.
But you know well enough that some things never rest
And no matter where you look, you’re always facing west;
Run from your image and your knowledge of a place
Where no one sees you though they still reach for your face
To tie both your lips together, torn cheeks, sew your eyes
And then, as you whisper, every living creature dies;
The world had stopped turning almost centuries ago
And realms of Hell now are not longer that below.
So walk on your own steps, get back where you know you’re meant,
To hate all those dragons and their land from Heaven sent.
Eyes looking up but yet not far beyond the hill
That sky makes with water, and the dragons all above
That God made with sulphur and the wings of a black dove.
Then gave them their six names and a shackle ‘round their neck
To guard every land where human ships must someday wreck.
I knew that you hated them, and though you were alone
Don’t they roar their fire at you, but just turn themselves to bone.
Then turned round and saw her once more standing there:
Her hair still on fire, her reflection still not her...
She points to the angel, dead, yet fighting in your fist,
Then all birds took off and bled their eyes right trough the mist;
Poets cut off their hands, but yet you still may think
You saw yourself drawing to them some new ones with blue ink.
Tales of ice being a killer always been a lie:
Flowers don’t rise up in winter because they just want to die.
But you know well enough that some things never rest
And no matter where you look, you’re always facing west;
Run from your image and your knowledge of a place
Where no one sees you though they still reach for your face
To tie both your lips together, torn cheeks, sew your eyes
And then, as you whisper, every living creature dies;
The world had stopped turning almost centuries ago
And realms of Hell now are not longer that below.
So walk on your own steps, get back where you know you’re meant,
To hate all those dragons and their land from Heaven sent.
domingo, 15 de agosto de 2010
Parte 1: Insomnio
Lo buscó con la mirada. La habitación estaba calma y oscura, como siempre. Pensó que a esas alturas ya debería haberse presentado, pero aún no había pasado. Todo dormía, excepto ella. Ya se le había hecho costumbre, con los años, esperar a que el tren pasara para escucharlo en absorta admiración. No sabía por qué, pero lo hacía de todos modos. Era una de las mañas que no le interesaba cuestionarse, y que por cierto no muchos habían conocido. Sabía aproximadamente a qué horas de la noche pasaban, y según el reloj faltaba bastante para el siguiente.
El bombito de luz y el naipe se encontraban en lugares opuestos de la habitación, como le agradó comprobar con un rápido vistazo. El primero se encontraba parado sobre un soporte del estante más alto, ocasionalmente moviendo las alas en una suerte de escalofrío. El naipe estaba sobre el armario. No podía verlo, pero probablemente estaría tratando de romper alguno de los apuntes que ella guardaba allí arriba, y esperó sinceramente que fueran los de Rollo May. Ese hombre no tenía nada nuevo qué decir y lo ignoraba al punto de escribir libros, ciertamente no la desconcertaba el hecho de que él pensara que debía explicarlo de manera tan condescendiente. Pero ella lo había leído de todas maneras. Todo el estúpido libro. Porque se lo habían mandado…
Enorgulleciéndose del contraste que generaban con los anteriores textos, contempló sus libros. Decenas de ellos, sus predilectos delante de los demás. El gato alado, que dormía en una placidez irritante para todos aquellos que no saben cómo sueñan los gatos, abrió los ojos y los hincó en ella, que mientras pensaba que tal vez (e irónicamente) debería leer para no caer en la introspección, porque –Oh, why, little tin goddess… let us enjoy some good old-fashioned poetry…- ya había vivido suficientes noches con ellos como para saber cuán delicada era la situación. Sin embargo, tenía que tener cuidado con la elección. Esa noche esperaba no tener que –Let us get angry, my sweet… pick Lautreamont… he’ll do…- recurrir al sueño para calmarse, resultado de haber optado por obras que, sabía muy bien, la enfurecían y hacían las delicias del gato alado (que ahora se sentaba a su lado socarronamente), quizás más por las consecuencias que por el texto mismo.
Sintió un cosquilleo en el hombro izquierdo. Supuso que el hombrecito sin rostro había trepado hasta allí por el asiento del sillón que ella estaba usando como respaldo, pero no volvió la cabeza para comprobarlo. No tenía intenciones de lidiar con él. Imaginó que le habría costado llegar hasta allí, dado que, como siempre, llevaría su clavo consigo. Ella se concentró en el frío de la losa debajo suyo. Realmente no quería pensar en el clavo. Las visitas del hombrecito sin rostro nunca eran precisamente placenteras, quizás no por el daño. No el físico, al menos. Lo sabía un mal augurio, y sentirlo sobre su hombro no la tranquilizó dado lo que podía esperarse en esa situación. Y aunque aún no se había presentado…
Miró nuevamente los libros. Iban a ser necesarios, o quizás preferibles. Definitivamente –Well, it could certainly get worse, couldn’t it, my dear??...- leería.
El bombito de luz y el naipe se encontraban en lugares opuestos de la habitación, como le agradó comprobar con un rápido vistazo. El primero se encontraba parado sobre un soporte del estante más alto, ocasionalmente moviendo las alas en una suerte de escalofrío. El naipe estaba sobre el armario. No podía verlo, pero probablemente estaría tratando de romper alguno de los apuntes que ella guardaba allí arriba, y esperó sinceramente que fueran los de Rollo May. Ese hombre no tenía nada nuevo qué decir y lo ignoraba al punto de escribir libros, ciertamente no la desconcertaba el hecho de que él pensara que debía explicarlo de manera tan condescendiente. Pero ella lo había leído de todas maneras. Todo el estúpido libro. Porque se lo habían mandado…
Enorgulleciéndose del contraste que generaban con los anteriores textos, contempló sus libros. Decenas de ellos, sus predilectos delante de los demás. El gato alado, que dormía en una placidez irritante para todos aquellos que no saben cómo sueñan los gatos, abrió los ojos y los hincó en ella, que mientras pensaba que tal vez (e irónicamente) debería leer para no caer en la introspección, porque –Oh, why, little tin goddess… let us enjoy some good old-fashioned poetry…- ya había vivido suficientes noches con ellos como para saber cuán delicada era la situación. Sin embargo, tenía que tener cuidado con la elección. Esa noche esperaba no tener que –Let us get angry, my sweet… pick Lautreamont… he’ll do…- recurrir al sueño para calmarse, resultado de haber optado por obras que, sabía muy bien, la enfurecían y hacían las delicias del gato alado (que ahora se sentaba a su lado socarronamente), quizás más por las consecuencias que por el texto mismo.
Sintió un cosquilleo en el hombro izquierdo. Supuso que el hombrecito sin rostro había trepado hasta allí por el asiento del sillón que ella estaba usando como respaldo, pero no volvió la cabeza para comprobarlo. No tenía intenciones de lidiar con él. Imaginó que le habría costado llegar hasta allí, dado que, como siempre, llevaría su clavo consigo. Ella se concentró en el frío de la losa debajo suyo. Realmente no quería pensar en el clavo. Las visitas del hombrecito sin rostro nunca eran precisamente placenteras, quizás no por el daño. No el físico, al menos. Lo sabía un mal augurio, y sentirlo sobre su hombro no la tranquilizó dado lo que podía esperarse en esa situación. Y aunque aún no se había presentado…
Miró nuevamente los libros. Iban a ser necesarios, o quizás preferibles. Definitivamente –Well, it could certainly get worse, couldn’t it, my dear??...- leería.
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